Suzuki GS 400 1978 «La Werners»

Odiosa mejor amiga

Es una hermosa mañana de noviembre: el termómetro del cartel de la farmacia de enfrente indica una agradable temperatura de cuatro grados centígrados. El cielo está cubierto, con pronóstico de lluvia. Ideal para una primera cita.

Abrir el aire, pulsar el botón. Al hacerlo, parpadean dos bujías. Me imagino a James Hetfield, vocalista de Metallica, saliendo al escenario ante los gritos de júbilo de las masas. Los filtros sorben aire fresco como un un sediento sorbe una limonada a través de un popote kilométrico. Dos bocinas compiten por lograr el mejor sonido, pero la culpa del Heavy Metal no lo tienen los brillantes silenciadores, sino un grueso colector de fabricación propia. Mis cortas piernas abrazan el depósito, y mis pies se posan en las estriberas como en los escalones que me llevan al tercer piso en el que vivo desde hace 20 años. El embrague tiene el tacto de un picaporte viejo. Por desgracia, está demasiado lejos. Tras un par de cambios de marcha, me duelen los tendones del antebrazo izquierdo. Da igual. No es un problema. Porque estoy volando. Vuelo porque es la mañana más perfecta que se podría esperar de un día tan imperfecto. Es la mañana en que, por fin, puedo sacar a pasear la moto de mis sueños. Vamos a mimarnos con exquisiteces, a disfrutar del arte, vamos a pasárnoslo como dos amigas después de muchos años sin beber.

Amor a primera vista

La «Werners» es la moto más bonita del mundo. Por lo menos, para mí. Hay veces que te presentan a una persona y, de repente, sientes un flechazo. Con esta Suzuki GS 400 de 1978 me pasó lo mismo. Lo que siempre había buscado no era la moto perfecta, sino una compañera de viaje que fuera a la vez mi amiga y mi enemiga. Caprichosa e insoportable, pero que, a la hora de la verdad, estuviera siempre ahí por mí. No una máquina que respondiera a la voz de ya, sino una que decidiera cuándo le conviene hacer qué cosa, o cuándo no le conviene. Para los hombres, un amigo legal; para las chicas, una auténtica amiga. Una moto así no puede comprarse, sino sólo encontrarse tras una larga búsqueda. Si es que la encuentras. Da igual el aspecto, el motor o la marca, pero tiene que quedarte como un traje hecho a la medida. En otoño de 2010, me encontré cara a cara con ese «traje».

Ocurrió en un aparcamiento subterráneo. El propietario era Werner Koch, veterano de la revista quincenal alemana MOTORRAD. Por eso, bauticé inmediatamente a aquella preciosidad con el nombre de «Werners», porque era, simplemente, «la de Werner». Se la quise comprar inmediatamente, sin conducirla antes siquiera. Estaba prendada de ella. Sin embargo, Werner estaba indeciso. Ahora, tras 46 meses de espera, ha accedido por fin a concedernos una cita. Por lo que parece, el tipo podría estar dispuesto a separarse de su montura. Al cabo de lo que me pareció un nanosegundo, ya estaba junto a la moto de mis sueños. Por fin pude sentarme y probarla.

Atrevida

Sus 27 HP de 398 cc son más que suficientes, y el resto de la máquina ya no coincide con lo indicado en el contrato de compraventa que firmó en 1978 su afortunado primer propietario. Un chasís modificado, una horquilla con barras tuneadas y la retirada de diversas piezas innecesarias insuflaron nueva vida a la «Werners». Mientras su creador se concentró sobre todo en un buen manejo y una buena dinámica, para mí, el aspecto y el sonido son lo principal.

Tras una cuidadosa reforma, está hecha para un pilotaje dinámico. Yo, sin embargo, pienso que es mejor no hacer nada raro, no forzarla y, en ningún caso, sufrir una caída. Ella es la temeraria, y yo la prudente. Es algo nuevo para mí, pero hoy voy a disfrutar de todos modos. Mejor ahorrar fuerzas. La alegría y la excitación me hacen entrar en calor. Y, lamentablemente, también el empujar.

Porque el depósito se vacía de golpe. Ocurre sin avisar. Así que nada, a arrastrarla pacientemente hasta la gasolinera: dos kilómetros a pie de la mano de mi nueva-vieja amiga. Y, como no podía ser de otro modo, se empuja que da gusto. Los manubrios, sacados de las profundidades de la colección que su creador fue acumulando durante veinte años, no sólo aumentan la maniobrabilidad con la moto a plena potencia, sino también con el motor parado. Nos entendemos de maravilla. Los comentarios de los coches que pasan a mi lado son inequívocamente ambiguos.

Mujer y moto, clichés que se transforman en gestos tras los cristales de los coches. Entretanto, la temperatura ha subido hasta los siete grados centígrados, lo que, sumado al esfuerzo físico, hacen veinte: una temperatura ideal. Los neumáticos diagonales «Conti Go» van inflados a tope.

A su lado

Naturalmente, elegimos el mejor combustible. Champán para el depósito, café para el estómago. Sé exactamente qué hacer a continuación. A Werner no se le habría ocurrido llevársela de compras ni en su peor pesadilla, pero, ¿por qué no? Treinta minutos después me doy cuenta de que, para saber qué vestido me iría mejor sobre dos ruedas, habría que verlos los dos juntos. Las dependientas me comprenden: la que antes era mi tienda favorita ha pasado a ser nuestra tienda favorita. Lo único malo: ¡el dichoso caballete! Sin ayuda, no soy capaz de levantar la «Werners». Irrita bastante. La evaluación del género la llevo a cabo sentada: sobre el sillín, de fabricación especial en acero y plástico reforzado con fibra de vidrio. Da igual: donde mejor se está es sobre su espalda. Con total tranquilidad, al paso, salimos de la zona de tiendas y llegamos al parque de los graffitis. Aquí se puede pintar, incluso, en compañía de una amiga de dos ruedas. Dibujo un corazón con negro mate. Pero mi “amiga” cierra la campaña con una batería vacía. Parece que no le ha gustado… ¡Mujeres!

¿Y ahora qué? ¿Otra vez a empujar? Por desgracia, los de la grúa están otra vez de huelga, y el alcohol que podría salvar la jornada sólo podría permitírmelo yendo a pie. Hasta casa hay cinco kilómetros, que empujando una moto se te hacen diez. Nos soportamos, porque tras una pequeña carrera, vuelve a ponerse en marcha. Tres kilómetros más tarde, en un polígono industrial silencioso como una tumba, continúa la conversación. Sus faros de bajo presupuesto parpadean en mis ojos castaños. Querida, ¡quiero darte tantas cosas! Un lugar cálido junto a la chimenea, siete botellas y media de abrillantador, gasolina de 98 octanos como mínimo, tardes en pareja, toda mi atención y bujías nuevas. La farola ilumina el suelo cubierto de lodo y cristales rotos. Entonces, qué, ¿quieres venirte conmigo? Sí, quiere. Al menos, eso parece indicarme la batería, que vuelve a tener carga.

¡La quiero!

Una vez en casa, mi mantita favorita envuelve su depósito, su sillín y la parte trasera, de fabricación propia. Le presento a mi primer peluche, un ratón llamado “Pi” (censurado para preservar el anonimato). 19:46. Es silenciosa. El crepitar del silenciador cromado al enfriarse recuerda al ruido de una chimenea. Justo al lado de ésta aparcaría la «Werners», me sentaría en un mullido sillón y haríamos planes sobre nuestro futuro. Como se hacen entre mejores amigas.

Por eso, querido Werner, por favor, ¡véndeme la moto! Esta máquina perfecta, que no tiene nada de perfecta. Esta amiga, como ya he encontrado con forma humana, pero que tanto tiempo llevaba buscando sobre dos ruedas, con la que quiere una siempre salir de fiesta, aunque casi nunca se encuentre el momento. Una amiga para la que construiría rampas para poder sentarnos juntas frente a la chimenea. Y por la que, aún siendo vegetariana, me comería un buen Rib Eye, como si fuera la mejor comida del mundo. Porque esto es amor.

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